lunes, 12 de diciembre de 2011

Aroma

Capaz ya estaba de antes pero yo lo ví esa mañana, brillante en su negrura y grosor fuera de lugar [la sombra alada de mi boca, el ribete oscuro de mi habla, la rebelde pilosidad de mi bigote -me recuerda a abigeato, esas asociaciones sonoras que no tienen nada que ver pero que tanto bien le hacen a la poetita que se la da de original y verborrágica- el delicado esfumado de encajes y brocatos en torno a la suave seda de mis resquebrajados labios del invierno]

Lo descubrí al mirarme en el espejo del ascensor, ya bien salida rumbo a mi trabajo en el mini-histerio. 'Ta madre' me dije, así como dije 'Dejame de romper las pelotas' al viejo que casualmente me rozaba una teta cada vez que solícito corría la puerta plegadiza para que entrara o salieran personas. 'Tengo bigote y encima esto'.

El bondi iba lleno, como siempre. Una audiencia enorme para mi desidia depilatoria. En burda estrategia me abrí la campera y desabotoné los dos primeros botones de la camisa hasta pelar encaje. 'Que miren más abajo, la puta madre'.

Logré hacerme de un asiento junto a la ventanilla. Fingí dormir ladeando estratégicamente la cabeza. Debajo del Jadore podía sentir el olor a ya usada de la camisa del uniforme. Y, aún más esquivo, un perfumito acebollado de lo más parecido al chivo estival. 'Qué hormonas de mierda, qué está pasando????'

A dos cuadras de la parada me avivo de que no había manera de llegar a tiempo a la puerta de atrás. Igual lo intento, empujándome con fuerza del barral del techo, bamboleándome para tomar impulso y abrirme camino entre la masa amorfa y adormilada de las 8 de la matina. Llegué a sospechar que mis olores se estaban descontrolando por demás, porque el gentío compacto se abrió dócilmente y hasta tuve tiempo de tocar el timbre para bajarme justito en la esquina del laburo. Para variar, el chofer del bondi no atinó a acercarlo a la vereda y tuve que saltar. Extendí la diestra y ahogué un grito, que en ese momento no encontré gutural pero que tenía una fuerza ancestral galopándome en la panza. Me miré la pierna: por debajo de la pálida panty se escurrían pelos largos y agudos, negros, negros como había sido mi melena antes-de.

Supuse que era sugestión, pero al caer a tierra y empezar a apurar el paso, sentí el calor de un acolchado extra en la entrepierna. Me abalancé sobre la puerta de dos hojas del edificio del mini-histerio. Un compañero entró antes que yo y, sin verme, casi me cerró la puerta en la cara. Atajé el vidrio grueso en vaivén, que rebotó y le pegó a mi compañero en la nuca, sacándole sangre y dejándolo tirado histriónicamente en medio del palier. Me agaché a ayudarlo, puse una mano sobre su pecho y aullé ante la visión de mis uñas marrones y corvas, enroscadas sobre sí mismas. Retrocedí acuclillada,  mostrándole el hocico a la gente que me miraba. Olí un olor ácido en aumento. El aire del palier se volvió irrespirable. Empujé a las personas que estaban entre la puerta y yo, y escapé nuevamente a la calle.

Olí otros olores. Algunos me hacían salivar, otros me mojaban la mata peluda entre las piernas. Busqué refugio en una terminal de trenes, camuflada entre cajas de cartón y frazadas meadas. Descubrí la libertad de cagar cuando y donde se me canta. Cagar y todo lo demás.

A veces miro las publicidades en la vidriera de la peluquería de la estación. Esas pieles brillantes, turgentes, lozanas. La vieja sensación se apodera de mí -sensación más vieja que mis edades- entonces aúllo, me escondo en mis cajas de cartón

y pensando en esa carne me relamo.

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