lunes, 11 de octubre de 2010

Los días buenos.

Como un pasaje difuso del recuerdo -recuerdo de lo porvenir, quizá en ello va lo incierto- algunas tardes me traen escenas de los días buenos.
El disparador es algo sencillo: el rumrúm lejano de la panamericana que pone en evidencia el silencio de mi cuadra; algún recorte particular de la luna que hace que tome conciencia de que es una bola flotando en los cielos, casi casi una fotografía de 2001 odisea del espacio; también la brisa en la piel, ese vientito fresco que dice 'el sol ha caído, viva el sol', y es el heraldo de noches potencialmente cerveceras bajo un fresno.
Es entonces que mientras desagoto el lavarropas, los días buenos me rodean con su simpleza arrobadora y me quedo congelada mirando la noche entrante, respirando el jardín con sus jazmines florecidos y los muchos insectos que habitan esa penumbra prometedora.
Los días buenos...
...la música tan fuerte que se escucha en el jardín; mientras pinto de rojo las puertas del galponcito vos cortás el pasto crecido y mantenés a raya a las raíces de bambú. De mañana cebamos mate, cambiamos el repertorio de música (sí, sí, ya sé que eso no te gusta mucho pero...). Una gata viene medio renga y le curo la patita. No almorzamos, no hay ganas, te vas con los pibes a hacer tus cosas y yo me quedo revolviendo símbolos del pasado. Cuando considero que el infinito ya me ha dicho demasiado, en el mismo tono ritual limpio el baño.
Regresás. Miramos la parrilla del patio (¿te parece?). Casi sin hablar se va armando la noche: los llamados, salidas a elegir el vino, quién trae qué cosa, el fuego (¡alejar la pintura y el aguarrás!), las ensaladas exóticas y la mixta pa la gente de pueblo. Otra vez la música, pero también con instrumentos. Los amigos que llegan, las mesas tendidas, los gestos milenarios de nuestra especie cuando se junta y celebra. El ruido, la risa, la confusión, la pasión por los temas que nos unen y las opiniones que nos hacen diversos. Luego la música. Luego la calma y el silencio mirando la noche.
El rito de la retirada explicitando la fiaca de partir, la renuencia a salir de ese recoveco de la vida que es como un río manso antes de que amanezca. Los dos solos. Los comentarios de la noche. Quizá el amor. Y siempre, el sueño. Lecho tibio, sábanas secadas al sol. Pasa el alba, llega el mediodía, y la vida sigue, sin demasiado pero jamás poco. Cuando se adentre la semana y el laburo arrecie, siguen la calma y los horarios sentidos (son como un mar que impide la tormenta).
Destellos de comidas sencillas, ruido a loza y agua, más amor, cansancio agotador del que se recupera en un silencio tibio. Pequeños espacios propios que no se habrán de renegar.
Esos son los días buenos.
-tejo en el telar del destino, sentada debajo del árbol del mundo, esperándolos-

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