domingo, 24 de julio de 2011

Arqueología del ser II


La San Puta. Visión parcial de lo femenino diseñada a imagen y semejanza de la verga. O, aún peor, de lo que algunas versiones oficiales dictaminan propicio para que la verga se alce. Muñeca de plástico convertida en carne, embadurnada en los colores de una seducción trillada, pero no por eso menos efectiva. Pavlov experimentó con perros pero porque intuía cuánto de ello se aplica a nosotros, los humanos. ¿Qué hay de irreverente en santificarte, puta? Si las coreografías convencionales del sexo, hoy, son rituales de poder garantido. Sométete, y serás dueña y señora de su deseo. Niégate, niega todos aquellos aspectos de tu ser que te alejan de esa fantasía congelada y socialmente bombardeada a cada segundo, y serás recompensada como en otros tiempos lo eran aquellas que negaban la concha jugosa y los movimientos serpentinos del cuerpo, con la finalidad de ser inmaculadas. Inmaculadas antes, inmanentemente culeadas ahora, poco cambia si en ambos casos tenemos un panteón a quien honrar y semejar. Una dura iconografía que nos corta las carnes y el deseo, nos modela como arcilla hasta que la vida se revela y todo cobra matices impensados. Son otras presencias internas las que puede tomar la posta en esos momentos (sujetas a otros textos).
Pero volvamos a la San Puta. A sus territorios oscuros de desenfreno y nubosidad variable. A la soledad de su día, porque la idolatría dura lo que un polvo o dos. Y la magia se termina cuando la verga no necesita más. Dicen que siempre vuelven, es cierto. Pero cuando la verga manda. No cuando la San Puta se limpia a solas las marcas de sus breves momentos de gloria, se prepara unos mates y mira salir el sol.

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