sábado, 10 de septiembre de 2011

Este texto no es hermoso.

Aprendí a ser la voz o imagen amigable en tu cabeza, haciendote sentir mejor con vos mismo. Aprendí a crear camino entre mis ojos y la nada, y de ello hacer el hilo delicado que entrelaza el camino hacia vos.
Aprendí a hablar sin pensar y en ese irreflexo transcurrir surfear la ola de una verdad tan inmensa que no se puede encerrar en un puño (pero sí acariciar).
Aprendí a estar uno o dos pasos por delante del vacío, incansable sumando palabras como baldosas que me saquen de la inexistencia.
Aprendí a zambullirme en la corriente inmensa de los otros sin perder la esperanza.
Aprendí a crear la alegría a fuerza de épica y risa y una ceja alzada y el desafío de la libertad y del abrazo que celebra y que protege y que te dice que podés. Oh, sí. Que podés.
Aprendí a mirar al mundo callada y admirarlo en su belleza trágica.
Aprendí a escarbar los caminos interiores, a esculpir mis caras y reflejos con los cinceles más delicados.
Aprendí a reconocer los perfumes de lo real, dejarlos entrar en mí para leer lo que me rodea.
Aprendí a soportar, a apretar los dientes, a defender lo que vale, a tomarme un tiempo cuando mis ángeles demoníacos enturbian todo y soy mi mayor peligro.
Más recientemente, aprendí a sentir por debajo de las pasiones, con una paz que es más fuerte que todo lo que antes haya conocido.
Aprendí a renunciar. Aprendí la derrota.
Aprendí a dejarme ir lentamente. A apreciar la larga despedida.
A acompañarme con las figuras de la ausencia. A esperar disolverme en nada y que algo mucho más grande me releve de esto.

Pero todavía no aprendí a pedir ayuda.
Y el silencio manda.

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