viernes, 9 de septiembre de 2011

Invocaciones I

Viniste a mí con una carpetita sencilla y prolija, nada que ver con las carátulas corporativas que me llegan por correo oficial (vos entraste por la puerta lateral que da a los tilos).
Al principio sentiste pudor. Quién te habrá dicho qué cosa de mí, de este lugar, de sus paredes, su equipamiento y los azulejos impolutos que de tanta pureza se parecen al camino hacia lo muerto.
Yo te pregunté. Vos me contestaste. Y te volví a preguntar. Ah, sí. Además señalé. Con este dedito impertinente de escarabajo de hojalata. Sí. Señalé.
Sonreíste con la boca entreabierta y echaste la cara un poco hacia atrás, tomando distancia de lo que no te esperabas. Pero no tanta, no tanta.
Te conté del viejo sueño. Era como si las dos, y alguna más, lo hubiera también soñado.
Dijiste que sí, que era así. Y que además, entonces, por eso y claro.
Ahí arrancamos, sumando otras tejedoras al telar de lo posible.
Después salí de cacería, usando la misma artillería originaria de mi voz, mis ojos y mis sueños. Más la verdad que liga todo eso como a una masa que leva ante un soplido, y se monta en mis palabras.
Ellos vinieron, respondiendo a ese pregón solitario al borde del acantilado. Cruzaron sus mares, siguieron tu faro, escucharon mi casi-huayno disfrazado de desafío rocanrolero.
Pronto volverás a mí con una carpetita sencilla y prolija, para conocer a los nuevos hacedores de lo nuevo.
Lejos -o ni siquiera- en una dimensión imposible para las carátulas y las corporaciones, no sentirás ya pudor.
Y nadie te dirá cosa de mí, ni del lugar que habitaremos, ni de estas paredes que me guardan del mal, ni del equipamiento que moldea el bien, ni de las venecitas desparejas de colores que, traídas de las demoliciones, son los rasti del camino que rechaza el cielo.
Y haciendo persevera.

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